Adrahil fumaba en pipa, recogido en su capa tras su última guardia, recordaba otros tiempos y otros momentos, amigos que se habían perdido y sitios muy lejanos. Acarició el broche de su capa, la Cruz de Mordor, que había ganado con sus hermanos en aquella campaña en la tierra gris de Mordor y se perdió un poco más en el ensueño que había rodeado sus horas de noche. Recordaba tantas cosas incluso las acaecidas hacía mucho como si fueran ayer y las atesoraba para volver a ellas cuando las noches eran frías y el corazón se quejaba.
Durmió vencido por la tristeza, por la separación de aquellos que habían sido sus compañeros de armas, de su mujer y de su hijo, vencido por las decisiones y las palabras en aquella mañana gris en Usûlun, por los ojos azules de aquella mujer de pelo negro, por sus dardos en forma de consejos y amenazas veladas, por la razón que ella tenía y por su corazón dividido entre la lealtad y el orgullo.
Durmió, durmió profundamente mientras el fuego caldeaba sus pies. Y soñó, con otros instantes, con otros tiempos y momentos más dulces, momentos de canciones, risas y vino, de fiestas en primavera, de dulces de hojaldre y miel, de bailes y besos hasta la madrugada. Soñó un Usûlun que no había vivido, no recordaba aquellos días felices, era como si su mente se esforzase en escapar una y otra vez a aquel pueblo que le había robado el corazón.
Y cada noche soñó más, más felices eran todos y más amargo su despertar. Hasta que un día al volver a la vigilia y alejarse de aquellos festejos que solo estaban en su cabeza se dio cuenta de que nunca las había vivido pero eran tan intensas, tan claras que no podía distinguir el recuerdo de lo vivido de lo soñado. Por primera vez en mucho tiempo el corazón se le aligeró y sonrió de nuevo, ¿habría alguna posibilidad por pequeña que fuese?
Dicen que las grandes leyendas, los caminos por los que transcurren los héroes nacen en momentos como este. Nadie sabía si los bardos cantarían la gesta o llorarían la pérdida.
El viento azotaba el rostro de Fangril, el mar estaba calmado y navegaban a buen ritmo hacia Minas Galadhon. El Calamidad cabalgaba sobre las olas jugando con ellas como un niño en la orilla de una playa. Saludo al vigía y al piloto y se retiró a los aposentos que habían pertenecido al capitán Vengaree, allí, rodeado de sus libros, meditó sobre el significado de los portentos que había presenciado en las últimas noches en el extraño mundo al que pertenecían sus sueños, esos que se encontraban a medio camino entre los Hombres y los Elfos.
Buscó en su mente los recuerdos de las canciones, los bailes y los olores del pan recién hecho del pueblo que lo asaltaban cada noche, pero no los encontró, como si lo esquivasen como una dama en su primer baile. Recurrió a toda la sabiduría que atesoraba de los Primeros Nacidos, meditó, pensó y consultó las estrellas, pero ningún nuevo pensamiento acudió a él. ¿Qué eran esas escenas de alegría y risas que hacía que se despertase con lágrimas en los ojos cada mañana?, ¿por qué veía a sus amigos y hermanos de armas, juntos, cuando habían partido al lugar que Erú Ilúvatar reserva para los Hombres?
Se sentó pesadamente en aquella silla bellamente labrada que maese Dîn había construído para él y acarició con cuidado cada talla que le recordaba a Usûlun, “para que nunca olvides el Hogar”, le había dicho el ilustre enano antes de partir; y se sintió cansado por el peso de las decisiones por venir, se sintió cansado porque notaba que ese Hilo del Destino que lo ataba a la Canción era cada vez más débil y tenue, se sintió cansado porque se acercaba el momento de tomar una decisión que lo alejaría de las Tierras de Más Allá del Mar y lo dejaría como amo y señor de su propio sino. Tal vez todo estaba relacionado, los sueños y esas sensaciones, el Destino y el libre albedrío, el recuerdo de sus amigos y hermanos y la desazón que lo invadía.
Tengo que volver, pensó, hay algo inacabado que terminar, algo de lo que despedirse o saludar de nuevo, las entrañas y el corazón me dicen que aún queda algo por decir.
Dîn se despertó fatigado junto a Nylia. El fuego aún ardía en el hogar y caldeaba la fría piedra y salió lentamente de la cama para no despertarla. Caminó y caminó como cuando necesitaba tomar una decisión difícil, ascendiendo los escalones que sus hermanos y él habían tallado en el duro cuerpo de la montaña hasta el Observatorio. Observatorio, ¡qué pretencioso!, pensó para sus adentros, pero desde aquel lugar podría pensar qué hacer con esa inquietud que lo quemaba.
Desde allí se observaba el pueblo, algunas luces madrugadoras, el cambio de la guardia… Cuando había cambiado todo desde su partida. Notaba la urgencia del trabajo por hacer, esa que le hacía trabajar sin descanso cuando era necesario, como si hubiera quedado algo por resolver. Los sueños lo habían azotado desde hacía semanas, sueños de días que nunca había visto, de una primavera que no había llegado y de amigos, no, hermanos que había perdido. Aquellas ensoñaciones, las había llamado al principio, aquellos sueños después la hacían hervir la sangre porque parecía que casi podía tocarlos con las manos, estrecharlas de nuevo, compartir con ellos una jarra de cerveza y brindar, pero, no, ¿cómo iba a poder ser todo aquello?
Había hablado con Aeguen, Camlan, pero fue Nylia, que era quien mejor conocía su alma, la que la había guiado en la dirección correcta; “haz lo que te dicte el corazón, mi buen enano, pues sabes mejor que nadie que este mundo está lleno de maravillas aún por explorar, ¿quién sabe si eres portador de esperanza cuando todo se cree perdido?”
Umm, así lo haría. Y Dîn bajó de la Montaña intentando recordar que era lo que podría saber que haría de la Muerte una mera puerta.
Del resto de las cosas, de lo que piensan y padecen Grajo, Haedrec y Calabdur nada sabemos ahora, pero, no desesperéis, que pronto lo entenderemos todo.