Este es un trozo del diario que escribía un viejo monje que servía en el antiguo templo de Varda, en Minas Tirith. Entre escritos sobre visitas, trabajos diarios en el templo, incontables alusiones a una cocinera llamaba Lileth y no menos a las dolencias que sufría su viejo cuerpo, se encontraron varios fragmentos de la historia de Sunthas Espinonegro.
El templo cayó en desgracia y fue destruido, perdiéndose gran parte de su biblioteca. Parte de este diario se salvó, se encontró en una vieja cabaña en la ladera de una montaña cercana a Minas Tirith. Estaba dentro de un cesto negro con anchas espinas, un cilindro de marfil y un trozo de queso podrido.
Estos son los fragmentos del diario escrito por Alarî, el viejo ratón.
….[Día 16 del mes Sûline, año 2.926 de la Tercera Edad.
Apenas hace unos días que ha entrado la primavera, el invierno ha sido especialmente frío este año. Aun los riachuelos están crecidos con las frías aguas del deshielo e incluso los campos amanecen con una fina capa rocío. Las noches son aún frías y se agradece el calor de los hogares cuando anochece, pero cuando el sol se alza en el cielo la temperatura aumenta rápidamente.
Como hago durante los largos años que sirvo en el templo, que no son pocos, ya que nuestra señora me ha bendecido con el don de la paciencia, pues parece que mi hora se retrasa con cada invierno como si estuviese esperando algo… y no estaba equivocado, doy un largo paseo apenas sale el sol, me viene bien para calentar mis viejos huesos, que parecen que se sueldan durante la noche. No sin antes hacer mi parada obligatoria en los dominios de mi querida Lileth, una de las cocineras del templo que posee unas manos prodigiosas para la elaboración del queso de cabra especiado. Me deja desde hace ya incontables años, un trozo de queso especiado y una pieza de pan recién hecho en un cuenco. A veces pienso que Lileth posee sangre élfica, pues aunque pasan los años ella permanece casi igual y a mí sin embargo me pesan cada vez más los años, eso también explicaría su habilidad en la cocina. A veces se lo comento y la única respuesta que recibo es: “¿sangre élfica?, viejo ratón, creo que mis especias han nublado tu juicio” me dice sonriendo.
Me acabo de levantar para descansar mi vista, mis manos ya no están acostumbradas como cuando era joven a tantas horas de escritura, y al repasar lo que he escrito me doy cuenta que me he desviado por completo del asunto que me ha llevado a escribir estos viejos pergaminos, son más bien los desvaríos de un viejo. Creo que Lileth llevaba parte de razón, tantas especias han mermado mi capacidad de concentración.
¡Por donde iba, ah! Si, mi paseo diario. Fue en uno de los muchos descansos que hago, en parte para saborear el magnífico queso y en parte para sentar mis doloridos huesos, en unos de los bancos del patio oriental del templo cuando escuche un peculiar ruido. Provenía de una vieja capilla orientada al sureste. Por un momento pensé que eran imaginaciones mías, algún pájaro o incluso el ruido del viento entre los árboles, pero el sonido se fue haciendo más fuerte y claro. Ya no tenía ninguna duda, o me estaba volviendo loco o estaba escuchando claramente el llanto de un bebe.
Empecé a seguir los llantos hasta la misma puerta de la vieja capilla, allí en los últimos peldaños, ya gastados por los años vi una imagen que nunca se me olvidara. Una imagen que cargaría sobre mis hombros como una pesada carga, bendita carga, a partir de ese día viví los mejores años de mi vida. En los peldaños de la vieja capilla, mirando a oriente encontré una cesta negra, en ella se encontraba un bebe llorando.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, no sé si fue el dolor al agacharme o la imagen que vi, creo que posiblemente ambas cosas. Y no sé que me impacto más, ver que estaba fabricada la cesta o ver en el pequeño brazo de los niños una pequeña herida que sangraba. La cesta estaba fabricada en una especie de mimbre espinoso, unas espinas negras largas y anormalmente anchas salían en todas direcciones, aun así unas manos hábiles habían conseguido que todas las espinas saliesen para fuera, dotando al bebe de una defensa casi perfecta, una de ellas se había quebrado y había caído en el interior, arañando al pequeño. El interior de la cesta estaba forrado con telas suaves de un extraño tejido y paños de algodón grueso. El pequeño tenía los ojos cerrados y lloraba sin parar, sus manitas cerradas zarandeaban el cesto sin parar. Saque la espina del cesto, y sus pequeñas manos cogieron la mía, como si supiesen que estaba allí. Las telas estaban impregnadas de extraños olores, muchos de ellos los conocía gracias a Lileth, clavo, salvianegra y un olor que no identifique y que era especialmente intenso. Con el tiempo descubrí porque no conocía ese olor, es un exótico perfume sacado del ámbar del desierto, unos de los comerciantes de Dol Amroth vendía un pequeño frasco a un precio desorbitado. Al poco tiempo el pequeño se fue calmando, sin dejar de agarrarme firmemente mi mano abrió los ojos, unos inmensos ojos blancos me miraban, el pequeño era ciego.
Nunca olvidaré ese día, pues desde que oí los llantos mis descubrimientos acerca de ese bebe me seguirían el resto de mis años y con una sonrisa y no sin cierta nostalgia y tristeza los recuerdo. Infinidad de preguntas inundaron mi mente, parecía como si volviese a tener 20 años. Cuando cogí en brazos al bebe, vi en el interior de la cesta negra un cilindro de marfil sellado, sin ningún tipo de inscripción. En su interior, atado con raíz de diente de león se encontraba un grueso pergamino.
Mis años en el templo me han dotado de varios conocimientos y aptitudes, el pergamino estaba tratado con un aceite espeso, que le proporcionaba una cierta impermeabilidad, si por causas del destino, la humedad o el agua entraba en el cilindro sellado. Estaba escrito con una letra bastante fluida en adunaico, se caracterizaba por unos trazos largos y finos. Obviamente, tanto la colección del cesto, las telas, el cilindro y el pergamino eran obra de unas manos expertas, al igual como claramente no de del reino de Gondor.
El contenido del pergamino lo transcribo fielmente:
“Este es Armanâth hijo de Sakar Bêrun, Señor del Agua, y Ginâth . Descendientes de un linaje ya olvidado. Por sus antepasados corrieron la sangre de los primeros héroes, con el pasar de las lunas esa sangre casi se ha diluido por completo. Se le ha vedado ver el desierto, las dunas y los oasis, pero su espíritu es fuerte e inquebrantable, sé que Armanâth los siente, posee el don de caminar en sueños.
He visto a mi hijo morir en el desierto, pero lo he visto bañarse en unas aguas. He soñado con el oasis del norte, allí tiene su sitio y mi esperanza. Su camino será sinuoso, lleno de dolor y sufrimiento. Mi estirpe llega a su ocaso. Armanâth debe elegir su camino.
Ruego que acojáis a mi hijo en el seno del templo de Varda, y que ella y mis ancestros lo guíen e iluminen.”
Sakar Bêrun Señor del Agua
Releí varias veces la carta, y tarde mucho tiempo en comprender el verdadero significado de esas palabras. Descubrí con el paso del tiempo las virtudes y defectos de Armanâth, descubrí con grata sorpresa la verdadera fortaleza de su espíritu.
Fue en el ocaso de mi vida cuando comprendí que no era Minas Tirith el oasis del norte.
Pensé que no podría usar su verdadero nombre, pues demasiada carga tendría que llevar el pequeño con su ceguera como para llevar un nombre sureño. Decidí ponerle un nombre acorde a cuando y como le encontré, mirándole a esos pequeños ojos blancos y sonriendo le dije: “Te llamarás Sunthas, el nacido en Sûline, Espinonegro, este cesto te ha protegido durante no sé cuanto tiempo y gracias a sus espinas te encontré.”
Arropándolo contra mi pecho miré al cielo y fue en ese momento cuando hice la oración más sincera de toda mi vida. Cogí el cesto y a Sunthas y me dirigí al interior del templo a comunicar a mis superiores de mi hallazgo.
Lo que ocurrió los años posteriores lo seguiré en otro momento, la vela se ha consumido casi en su totalidad, y este viejo cuerpo necesita del descanso.
Que Varda os guíe.]