Él, que había tocado las estrellas, se movió con lentitud mientras la nube que había en su cabeza se aclaraba. Vivía una bruma perpetua donde se mezclaban viajes, personas y aventuras que no sabía si habían existido o no. Su mente viajaba lejos a un tiempo en el que había sido rey de un lugar que solo se encontraba en su cabeza, con una reina a la que había amado y unos hijos que se habían llevado su corazón.
¿Dónde estaban aquellos tiempos?, ¿y aquellos amigos con los que había viajado más allá de los Reinos conocidos?, ¿y los enemigos que había derrotado? Todo esas preguntas llenaban sus días y sus noches mientras que los monjes del monasterio lo atendían, era por todos querido, pero a veces, las menos, llamaba a gritos a alguien imaginario “¡Starnia!, ¿dónde estás?, ¡Starnia!”. Aquellos gritos helaban el alma de quienes lo escuchaban y solo las palabras calmadas del abad eran capaces de traer la razón a la cabeza del anciano y hacerlo descansar.
Se había marchado hacía años sin dejar mensaje alguno y había vuelto de la misma manera que llegó, desorientado, harapiento y balbuceando sobre un pueblo lejano en el interior del país. Hablaba de templos bañados por la luz de la luna, de la Música que había escuchado en el Bosque de Oro, de una lanza dorada que siempre alcanzaba el corazón y de una mujer de pelo del color del sol y ojos de cielo que era su solaz.
El tiempo pasó por él, 20 años no eran nada para aquellos que tienen la sangre los hombres de Númenor, pero su mente seguía perdida. La Isla de Tolfalas cada vez se veía más acosada por mar por los terribles piratas de Umbar y sus aliados y, ni siquiera, los corsarios más capaces de la Corona, al mando del “Rhyasso” y el “Fuego de Umbar” eran capaces de vencerlos a todos. El monasterio cada vez recibía menos ayuda y lentamente, aquel refugio de los viejos caballeros del reino caía en el olvido.
Solo una noche, cuando la tormenta golpeaba la isla sin piedad y los truenos y relámpagos arrasaban la costa, un hombre antiguo, alguien que vivía a la vez en el mundo de la visible y lo invisible, se adentró sin ser visto entre los monjes, hablaba el lenguaje de las piedras y el viento y estos lo escondían de las miradas de los hombres. Aquel hombre, bajo y achaparrado, cubierto de tatuajes de un pueblo perdido se acercó al anciano que dormía intranquilo y susurró unas palabras.
El hombre sin memoria se incorporó y miró al intruso en su habitación que sonreía de manera beatífica. Su mente, aturdida siempre, arrasada por falsos recuerdos, se aclaró como si alguien hubiera soplado un viento de cordura.
Se puso en pie, “soy, soy…Varâk Tanûk, hijo de Gondor” y el mar rugió de repente saludando al más fiero de los marinos.