La noche rodeaba la casa como un amante con los brazos oscuros. La lluvia caía inmisericorde haciendo que los pocos que a esas horas rondaban el pueblo fueran a refugiarse bajo las sábanas y mantas.
Grajo observaba a sus hijos partir al norte, una pequeña comitiva, un viaje en una hora de lobos para descubrir que ocurría en Hogo Tarosvan. Lomëlinde, llamada por todos Sonrisa, le puso una capa sobre los hombros para protegerla del frío y se quedó mirándola fijamente intentando, en vano, penetrar esos ojos verdes, para saber qué se escondía más allá.
De vuelta al hogar, las dos doncellas de Grajo dormían cerca del fuego mientras la viuda y su tío ocupaban su antigua habitación. El único despierto era aquel niño que yacía en una cuna, se inclinó sobre él sonriendo y él le devolvió la sonrisa, lo tomó en brazos y suspiró, pronto se quedó dormido mientras los leños crepitaban.
– “¿Cuándo les contarás la verdad?”, dijo Lomëlinde.
– “¿Qué verdad?, ¿la tuya o la de este niño?”, contestó Grajo.
– “Ambas”, respondió la Sonrisa en apenas un susurro.
– “Cuando los tiempos cambien, cuando vuelva a ver mi esposo, cuando nuestro hijo sea un Hombre. Lo haré cuando sea necesario”, musitó Grajo.
– “¿Y cuándo alcanzaré tu perdón?”, volvió a susurrar Sonrisa.
– “El mío siempre lo tuviste, es el tuyo el que no alcanzas. Hiciste algo que te cambió la vida para siempre, algo que también te traerá la muerte pero ese acto insignificante lo cambió todo, absolutamente todo para este niño.
Su madre lo buscará sin descanso y te buscará a ti, lo único que nos queda es seguir con nuestras vidas y prepararnos para lo que esté por venir”, contestó Grajo.
– “Me tendrás a tu lado cuando esa ocurra, derramaré mi sangre y la de tus enemigos”, dijo sonriendo la otra mujer.
– “Nunca lo dudé y nunca lo he dudado”, dijo la Señora.
Miró al niño con ternura, como había mirado a sus propios hijos o a Haedrec, y no descubrió en él sombra de duda. Una criatura condenada desde el mismo momento de nacer y una mentira que se iba tejiendo a su alrededor lenta e inexorablemente, rodeándola y envolviéndola, una mentira que había hecho de Aeguen, el hombre que todo lo sabía y que jamás pronunciaba falsedad, en el mayor encubridor y mentiroso del mundo.
Una mentira que guardaba a medias el temor de un hombre sabio y el amor de una madre.