Sunthas añoraba su pelo rubio, su vida juntos, la seriedad de Haedrec, las risas de sus hijos. Añoraba el olor del pan recién hecho, los saludos de los hombres y mujeres que iban al campo. Añoraba el frescor de la pequeña biblioteca, el calor del fuego, las reuniones del Concejo, viajar de nuevo en El Calamidad. Lo echaba todo de menos.
El viaje había sido aciago, lleno de peligros, de sueños truncados, de sangre y acero. Sentía en los huesos que aún le quedaba mucho que hacer, pero que este sería el último de los caminos. Aún tendría que levantar la espada y el escudo muchas veces, aún tendría que afrontar el dolor y la pérdida, pero, al fin, cuando llegase el ocaso podría descansar.
Gulthar añoraba las Montañas Blancas, las lomas y senderos escondidos, comer solo y observar las nubes. Añoraba la vida sencilla, las fiestas, subir a la cucaña, correr y jugar con los niños y beberse hasta la última gota de lo que la vida le ofrecía.
Cuanto tiempo hacía que habían salido de casa, cuantos pasos, cuanto tiempo alejados de aquel que era su hogar. Cuan lejos quedaban los días de la Tercera Compañía y cuan cerca el calor de sus hermanos de armas. Ahora, cuando el viaje se acercaba al fin, cuando todas las cartas habían sido reveladas, sentía en lo más profundo de su ser que nada, ni el Señor Oscuro, quebraría su fe en aquellos hombres.
Fangril añoraba el mar, el olor de la sal, el viento, añoraba el tacto de la madera de El Calamidad. Añoraba surcar las olas con esa extraña nave, añoraba la quietud sobrenatural de su bodega, los recuerdos que le llegaban en forma de susurros y risas. Añoraba a su tripulación, aquellos hombres y mujeres valientes que lo habían seguido siempre.
Ahora, tan lejos, buscaba algo que lo llevase lejos de allí de vuelta a casa. Algo que le trajese el viento que tanta ansiaba, que le trajesen la música y las canciones y el ron cuando volvían a Dol Amroth, que le trajesen la quietud de sus oraciones, la paz que ahora necesitaba cuando tanta sangre se había vertido. Sentía que el mar lo llamaba.
Adrahil añoraba su casa, su refugio, su esposa. Añoraba su mirada dulce, sus ojos, la forma en que le hablaba. Añoraba fumar en pipa y mirar las estrellas, añoraba escribir con la mente en calma, añoraba las risas de sus compañeros. Añoraba tantas cosas que solo ansiaba volver.
El tiempo había sido benévolo con el Montaraz pero había algo dentro de él que lo llamaba al Sur, una promesa por cumplir, una misión que afrontar, un último viaje que sería su fin o el mayor de sus triunfos. Deseaba partir con sus hermanos, una vez más, enfrentarse a los peligros de las tierras salvajes, deseaba una vez más probarse a si mismo.
Dîn añoraba a su familia, su hogar, el sonido de la forja, los martillos, fuelles y olores. Añoraba su pelo oscuro, sus manos suaves y su sonrisa. Añoraba dar forma a la piedra, añoraba a sus vecinos, construir con sus manos y ver sus rostros sonrientes. Añoraba la música en las fiestas, añoraba aquel pueblo.
Pero ni siquiera aquí, rodeado de los suyos, se sentía en paz. Esta no era su casa, ni aquí estaba su corazón. Sus entrañas le decían que todavía no tendría descanso y que habría de luchar mucho para regresar. No le importaba pues sabía que al final, en el ocaso, volvería a su hogar y que todo sería como antes.
Forâk añoraba a su mujer.