Los fuegos ardían en el Meduseld calentando los tapices y los fríos muros y manteniendo a raya el frío invierno, los hombres y mujeres de la Marca se juntaban cerca del fuego de sus hogares pues las noticias que había traído el viento helado vaticinaban tiempos oscuros. El hermano de Theoden, Eomund, señor de las Tierras del Este había caído, en primavera, emboscado por orcos que habían cruzado el Anduin y se habían atrevido a alzar la espada y el arco contra los Jinetes y poco después, Theodwyn, su mujer había muerto de pena. Sus granjas y tierras apenas podían mantenerse contra los cada vez más frecuentes ataques y sus familiares, antes dispersos, se reunían para poder defender sus tierras y caballos.
Los dos niños se inclinaron ante el rey Theoden ante las indicaciones de su vieja aya mientras en el rostro del monarca se mostraba el temor y la preocupación por las terribles noticias que portaba el viento, al menos su hijo, Theodred, se criaría con sus primos y a aquellos niños nunca les faltaría el calor de un hogar.
El haya se despidió sin querer aceptar las palabras de consuelo del Señor de Rohan y partió cabalgando rauda y veloz, más rápido de lo que su edad hubiera permitido, cabalgaba hacia el Oeste, más allá del Vado del Isen, hacia un lugar lejano en el Norte donde necesitaba encontrar la paz que tanto ansiaba y que había perdido. A medida que dejó atrás las tierras de los Jinetes su cabello creció y se volvió más rubio, su porte encogido desapareció y su rostro aventajado por el tiempo se curó de las heridas de la edad, pero no, no sus ojos, verdes como la hierba, aquellos ojos no eran capaces de ocultar la pena, el inmenso dolor que arrasaba el corazón de la mujer.
Dejaba atrás un marido, un hombre del que se había enamorado mucho tiempo atrás en otra celebración, amigos y parientes, dejaba atrás una vida en la que había sido Theodwyn, la de los rubios cabellos, madre de dos hermosos hijos que habían perdido a su padre y su hogar en la flor de la vida. Theodwyn había muerto y ahora solo quedaba su carcasa. Con una sonrisa forzada pensó en otros tiempos, en los que apenas creía en el Destino, en los que se creía libre, en los que había luchado codo a codo con Hombres a los que consideraba amigos y como, poco a poco, esa mano invisible la había guiado a esas tierras duras, pero hermosas de la Marca de los Jinetes y la había hecho su hogar.
Ella que había caminado por los oscuros pasillos de Dol Guldur, que había librado cadenas y cantado bajo estrellas lejanas. Ella, de mano rápida y mente ágil, sentía como las cadenas invisibles de su hado la alejaban de aquellos niños de mirada dulce y sonrisa rápida que habían llenado sus días y noches, de aquel marido al que tanto había amado y de aquella tierra a la que consideraba su casa.
Por fin, el disfraz de aya cayó, no había más anciana ni más Theodwyn, tan solo una mujer elfo delgada pero fuerte, con el recuerdo arrasado por los recuerdos y el corazón encogido.
“Viento, amigo mío, lleva mis palabras como hiciste tantas veces, di que vuelvo a casa”