Cuánto frío hacía aquel día tan aciago, el día en que regresamos.
No había risas, ni canciones, ni chistes. Solo el silencio interrumpido por el sonido de los cascos de los caballos y el crujido de la carreta. Allí yacían los cuerpos de dos hermanos, de dos Hombres que lucharon hasta el final por lo que creyeron, ¿habíamos vencido? No, porque el precio había sido demasiado alto, demasiado dolor llevábamos dentro nuestra, cada uno dueño de su propio silencio, de sus propias penas.
Las murallas de Usûlun nos dieron una bienvenida amarga, como una madre que abraza el cadáver de su hijo tras la batalla. La gente nos rodeaba y se tapaba la boca para contener el llanto, se abrazaban para consolarse, para sentir el calor de un cuerpo amigo en aquella mañana tan gélida. Pero nosotros no. Solos debíamos afrontar el último reto de aquella infausta campaña.
Como un espectro, vestida de negro con el pelo encanecido por el dolor, Grajo se detuvo ante nosotros y Dîn, el Yunque de Usûlun, el que no temía a Hombre, Bestia u Orco, tembló buscando el valor para mirar a aquellos ojos que lo atravesaban sin piedad. Por más que buscó no lo encontró, no encontró más que frío en su interior, ni siquiera los besos de su esposa lo confortaban lo suficiente. Adrahil se ocultaba tras la capucha, conteniendo el grito que pugnaba por salir de su interior. Fangril lloraba en silencio sin poder contener las lágrimas , Dîn intentaba atesorar toda la fuerza de la que disponía. Y yo, Forak Sangresucia, no pude ni soportar su mirada, ni contener mis gritos ni mis llantos. No fui capaz de defenderlos, no fui capaz de morir por ellos.
Tomó Dîn la espada de Sunthas, aquel filo que tantas veces había levantado para guardar y proteger, para defender y, envuelto en un fino lienzo, se lo entregó a ella y ni si siquiera entonces pudo alzar la cabeza, ni siquiera en aquel momento eterno pudo sostener aquella mirada. Todo lo que quedaba por delante era una hora terrible, una hora de lobos y escudos rotos.
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