Los jóvenes se pararon junto al riachuelo y llenaron sus cantimploras, llevaban caminando todo el día, forzando la marcha desde que habían dejado la Marca del Este. Ningún barco los había querido embarcar en la Colina para llevarlos por mar hasta la desembocadura del Agua Gris así que habían decidido tomar el camino más difícil y peligroso por tierras ignotas y largo tiempo carente de amo.
Uno de los ellos, espigado y alto con ojos vivaces, había estudiado los mapas a espaldas de su maestro. Había copiado concienzudamente todos los textos mientras el consejero realizaba sus deberes o dormía y ni siquiera él, que todo lo sabía o intuía, supo lo que hacía mientras no miraba. Desplegó un viejo pergamino con las carreteras y caminos antiguos que guiaban hacia el norte, un Norte con mayúsculas que les parecía lejano y más allá de todo alcance.
El camino indicado en el pergamino no parecía ser el mismo que se encontraba ante ellos, pensó el mayor de todos ellos, este último conocía los peligros de las Tierras Salvajes de Eregion. Era inteligente y agudo, con los brazos y piernas acostumbrados a peñascos y montes, de mente rápida y sabía que el viaje que les esperaba estaba impregnado de caminos antiguos, de criaturas ocultas y de ruinas sin nombre. Además había conocido la soledad desde muy niño y ni siquiera el calor de una familia en el pueblo había cambiado su talante pensativo y taciturno.
Decidieron tomar un sendero menos practicado, pero que parecía esquivar unos bosques oscuros que se observaban mientras se levantaban las primeras luces del alba, uno de ellos guiaba a los demás, se aventuraba en solitario muchas leguas hacia delante para volver, más tarde, y guiarlos por los caminos. No en vano era el más joven de los montaraces del pueblo y el más acostumbrado a la soledad de los caminos y a las noches al raso. Un niño para los extraños y un hombre para sus compañeros, sabía lo que era el frío y cazar con las manos ateridas y temblorosas, sabía lo que era el hambre y sabía lo que era la sangre.
Los dos últimos permanecían callados. Uno de ellos estaba embozado en una capa con motivos de hombres que habitaban bosques muy lejanos y que le traía recuerdos de otros tiempos. A la lumbre de su tutor había crecido en sabiduría y templanza, pero con otros creció en valentía y fortaleza, su hogar eran las Tierras Salvajes y su techo un cielo estrellado. Se dolió por su maestro al que quería como un padre, se lamentó de haberle engañado, pero quién si no él podría auxiliarlos en tierras extrañas.
El último de ellos hablaba poco, era el más joven de todos, pero el que tenía el semblante más serio. Tenía los rasgos finos de su madre, pero la mirada de hierro de un padre que mantenía vivo en la memoria, el más joven templario, el más sereno y templado como el acero. Portaba unas armas que no hubieran estado destinadas a él todavía, pero sabía, estaba seguro de ello, que su madre entendería la necesidad imperiosa de llevarlas, de tener un vínculo con el padre tanto tiempo desaparecido.
Cuando cayó la noche y se hubieron refugiado en las ruinas de una antigua granja encendieron una pequeña fogata para calentarse y recordar el hogar, comieron en silencio y el más joven, el chico de pelo oscuro como el ala de un cuervo sacó un paño, como todas las veces, lo amarró a una lanza y dejó que el viento lo desplegase. Cada gesto les dio un poco de paz y la convicción para continuar.
Si alguien los hubiera estado observando y podido evitar los ojos afilados del montaraz tal vez se hubiese apercibido que aquel trapo que se movía al viento no era tal, sino un heraldo de tiempo antiguo, uno que se había portado hasta el mismo corazón de la Tierra de Mordor, el estandarte de Isildur.