La noche caía en las ruinas de Tarek Nev y la selva se agitaba nerviosa, algo se elevaba desde el pabellón instalado en la antigua ciudad, un rumor que solo los animales podían notar.
La Dama Tolwen apenas era una sombra de la que había sido, su rostro estaba totalmente demacrado, una pálida máscara que cubría su calavera, su respiración era apenas un estertor, su muerte estaba a tan solo un paso de ella. El Maestro Cuervo, Bardo, estaba sentado en una mesa rodeado de pergaminos y redomas; cuando encontraba algo de lo que buscaba lo leía en voz alta y la pluma, animada por una mano invisible, escribía en un libro de páginas antes en blanco y ahora lleno de una escritura menuda y apretada.
-“¡Malditos sean todos los Maestros!” – gritó Cuervo – “¡Queréis llevárosla cuando el triunfo está al alcance de nuestras manos!” – se levantó abrumado y de un manotazo volcó todo lo que había en la mesa, se acercó a Tolwen y tomó su mano pálida.
-“Mi querida Dama de Acero, mi dulce dama. Aún resistes aunque tu alma, tu espada se encuentra más allá de nuestro alcance. Makar ya conoce de nuestro plan y el cuervo ha muerto, tu amada Aö lo sabe todo y se precipita el final” – le susurró al oído -“no, mi amor, seguirá adelante aunque te reclamará sin duda pues esa fue tu apuesta en este juego”
– “Han llegado al Cuarto Reino, mi dulce niña, aquel donde escondí una parte de mi corazón, donde traicioné a alguien que me amaba para apagar el fuego de la ira que ardía en mi interior” – dijo sonriendo – “ahora todos sabrán hasta donde llega nuestra venganza, hasta donde fuimos capaces de alcanzar. Les daré algo que teman y odien a la vez, les haré recordad todo lo que fueron y ahora no son, los haré sufrir mi niña, les haré pagar todo”
– “Mi dulce Teris los conducirá a la guerra” – sollozó el Maestro Cuervo.