La ciudad de Annon Baran quedará grabada a fuego en la memoria de los viajeros, pues sabed ilustres lectores, que significó un antes y un después en los corazones de los usûluni, más no adelantemos acontecimientos.
Una fría mañana de invierno alcanzaron Minas Tonfallon, un islote cerca del cabo del Eryn Vorn donde la dura Belenwen capitaneaba un abigarrado conjunto de hombres sirviendo a los intereses de la Dama Ethudil, si bien la estancia fue breve sirvió para constatar que no quedaban simpatías entre la antigua mercenaria y el capitán de El Calamidad, no se cruzaron palabra de buenaventura ni pregunta alguna. Partieron pronto hacia Annon Baran donde creían que podrían desenmarañar la terrible maldición que pesaba sobre el barco de maderos negros sin saber entonces que acabaría de una forma muy distinta a la que planeaban.
La llegada a Annon Baran fue en medio de la noche, un embarcadero de madera en mitad de la desembocadura del río estaba iluminado por unos débiles fanales y el recibimiento a los usûluni fue tan frío como el aire que respiraban pues los Graben, malditos y engendros, animados por la pura fuerza de voluntad los esperaban reclamando justicia sobre Vengaree. Más no sabían estos condenados que los usûluni se abrirían paso a golpe de espada y maza hasta desentrañar sus más profundos secretos, que alcanzarían a rescatar a la familia de la pequeña Charisir, que se abrirían paso de vuelta con tesón hasta el barco negro solo para descubrir que habían sido burlados, que la tripulación había sido masacrada y que Vengaree y Haldir habían muerto para defender a Dolin y a Idris.
Aquí, en este punto, es donde se forjó el fin de los Graben pues la venganza no es juramento que surja pronto entre nuestros viajeros, sino que se cuece a fuego lento y borbotea hasta que nace como un grito que atraviesa la noche. Sin dilación se aprestaron a luchar contra la misma naturaleza del lugar, la familia Graben que había gobernado desde tiempos antiguos. No me extenderé en detalles, pero sabed que el asalto a la mansión fue el más osado y peligroso que haya oído este anciano, que lucharon y apretaron los dientes hasta astillárselos para ganar cada paso, para asestar cada golpe, que sangraron y se rompieron los huesos, que vomitaron de cansancio, que perdieron la esperanza y la recuperaron.
Y finalmente fue el humilde fuego del maestro Dîn el que convirtió en cenizas aquel viejo edificio y que cubiertos de hollín y sangre, los gritos de victoria de los usûluni rompieron el mudo amanecer.
“Tur usûluni, tur usûluni”