¿Qué puede hacer que los hombres luchen hasta la muerte por una mera idea, la convicción de servir a aquellos que tienen el poder? Cuanta sangre vertida en pos de un imposible, persiguiendo una pesadilla, la esquiva dama Ethudil. Aquella hechicera había dejado tras de si un camino regado de veneno, engaños y mentiras, de trampas hechas con hueso, sangre y acero. Enemigos con el alma negra como la noche, diestros con la espada y el escudo, fieles como a aquella mujer tanto como los usûluni a sus corazones.
Así los usûluni salieron por la puerta de Tarek Nev con suspicacia, mirando atrás y arriba esperando un nuevo y último ataque, pero ni el portón rugió ni las estatuas los miraron con la mirada de trueno. Recogieron sus mochilas y cogieron sus armas apenas limpias de sangre ajena, habían registrado hasta el fondo las ruinas de la antaño orgullosa capital y con los sacos llenos y el ánimo decaído marcharon para no volver. Dejaron atrás los bosques y mientras descendían rio abajo atisbaron a lo lejos los altos mástiles del Ryasso, El Dragón Marino de los haradrim y corsarios.
“Ha vuelto”, musitó en voz bajo Forak, cansado. Los usûluni se arrastraron y montaron en las dos barcas que los llevaron al barco, abatidos subieron a cubierta e intercambiaron una mirada con Arcamcris que bastó para hacer saber al duro capitán que necesitaban la paz y el consuelo que concede la soledad.
Finalmente cuando a mitad de julio, en una hermosa mañana soleada y con el sol calentando su piel vieron las primeras granjas de usûlun y el Ringló serpenteaba entre las colinas bañando las acequias, la peste se había transformado en un recuerdo. Los primeros soldados saludaron a los cansados viajeros y cuando entraron al fin su nariz se llenó de los olores familiares, el pan recién hecho, la madera cortada, las especias traídas desde Dol Amroth; los rostros familiares, sus amigos y aliados los tomaron de las manos y mesaron sus cabellos y barbas.
Al fin en casa